martes, 12 de noviembre de 2013

Cristo y la Iglesia. Problemas actuales de la teología.

  La situación de la fe y de la teología en Europa se caracteriza hoy, sobre todo, por una desmoralización eclesial. La antítesis «Jesús sí, Iglesia no» parece típica del pensamiento de una generación. No sirve de mucho el intento de destacar los aspectos positivos de la Iglesia y su condición inseparable de Jesús. Para entender la precariedad real de la fe en nuestro tiempo hay que ahondar más. Porque detrás de esa difundida contraposición entre Jesús y la Iglesia late un problema cristológico. La verdadera antítesis que hemos de afrontar no se expresa con la fórmula «Jesús sí, Iglesia no»; habría que decir «Jesús sí, Cristo no», o «Jesús sí, Hijo de Dios no». Asistimos a una verdadera ola de adhesión a Jesús en las más diversas tonalidades: Jesús en el cine, Jesús en la ópera rock, Jesús como bandera de opciones políticas... Todos estos fenómenos expresan formas de entusiasmo o de pasión religiosa que se reclaman de la figura misteriosa de Jesús y de su fuerza interna, pero desentendiéndose de lo que la fe de la Iglesia y la fe de los evangelistas —que fundamenta la primera— dicen sobre Jesús. Este aparece como uno de los «hombres decisivos» que existieron en la humanidad, en expresión de Karl Jaspers. Lo que atrae de él es lo humano; el reconocerlo como Hijo unigénito de Dios parece alejarlo de nosotros, arrebatarlo hacia lo inaccesible e irreal y someterlo a la administración del poder eclesiástico. La separación entre Jesús y Cristo es, a la vez, separación entre Jesús e Iglesia: se deja a Cristo a cargo de la Iglesia; parece ser obra suya. Al relegarlo, se espera rescatar a Jesús y, con él, una nueva forma de libertad, de «redención».


I. Problemas actuales de la teología. La separación entre Jesús y Cristo
      Si la verdadera crisis está en la cristología y no en la eclesiología, hay que preguntar por qué ocurre esto. ¿Cuáles son las raíces de esta separación entre Jesús y Cristo, tema ya abordado abiertamente en la primera Carta de Juan, que denuncia a los que dicen que Jesús no es el Cristo (2, 22; 4, 3), equiparando los títulos de «Cristo» e «Hijo de Dios» (2, 22.23; 4, 15; 5, 1). Juan tacha de anticristos a los que niegan que Jesús es el Cristo; quizá sea este el origen y sentido del nombre «Anticristo»: estar contra Jesús, el Cristo; negarle el predicado de Cristo.

    1. Construcción de un «Jesús histórico» detrás del Jesús de los evangelios
      Indaguemos las causas de esta actitud hoy. Son numerosas, obviamente. La primera, poco aparente pero eficaz en extremo, reside en la construcción de un «Jesús histórico» detrás del Jesús de los evangelios, un Jesús decantado de las fuentes y contra las fuentes, con arreglo a los criterios de la imagen moderna del mundo y de la forma de historiografía inspirada en la Ilustración. Está, además, el postulado de que en la historia sólo puede ocurrir lo que siempre es posible, el postulado de que el engranaje causal nunca se interrumpe y lo que choca contra estas leyes conocidas es ahistórico. Así, el Jesús de los evangelios no puede ser el Jesús real; es preciso encontrar otro y excluir de él todo lo que sólo es inteligible desde Dios. El principio constructivo sobre el que emerge este Jesús excluye por tanto lo divino de él, siguiendo el espíritu de la Ilustración: este Jesús histórico no puede ser Cristo ni Hijo. Al hombre de hoy que en su lectura de la Biblia se guía por este tipo de exégesis, no le dice nada el Jesús de los evangelios, sino el de la Ilustración, un Jesús «ilustrado». La Iglesia queda así descartada; sólo puede ser una organización humana que intenta utilizar con más o menos habilidad la filantropía de este Jesús. Desaparecen también los sacramentos: ¿cómo puede haber una presencia real de este «Jesús histórico» en la eucaristía? Lo que resta son signos de la comunidad, rituales que la conjuntan y estimulan para la acción en el mundo.

    2. Incomprensión de la doctrina cristiana de la redención
      Ha quedado claro que detrás de este despojo de Jesús que es el «Jesús histórico» hay una opción ideológica que se puede resumir en la expresión «imagen moderna del mundo». Tendremos que volver sobre este punto; pero debemos considerar ahora una segunda raíz de la separación entre Jesús y Cristo. Si hemos hablado de una determinada visión del mundo, tenemos que abordar ahora una forma de experiencia existencial o, quizá más correctamente, de déficit en esa experiencia. Digámoslo sencillamente: el hombre de hoy no entiende ya la doctrina cristiana de la redención. No encuentra nada parecido en su propia experiencia vital. No puede imaginar nada detrás de términos como expiación, representación y satisfacción. Lo designado con la palabra Cristo (mesías), no aparece en su vida y resulta una fórmula vacía. La confesión de Jesús como Cristo cae por tierra. A partir de ahí se explica también el enorme éxito de las interpretaciones psicológicas del evangelio, que ahora pasa a ser el anticipo simbólico de la curación psíquica. El amplio consenso que encontró la explicación política del cristianismo, que recoge la teología de la liberación —hoy fracasada prácticamente— descansa en las mismas razones. La redención es sustituida por la liberación en el sentido moderno de la palabra, que se puede entender con acento en la vertiente psicológico-individual o político-colectiva, y tiende a combinarse con el mito del progreso. Este Jesús no nos ha redimido, pero puede servir de símbolo que guíe nuestra redención o liberación. Si no hay ya un don de redención que dispensar o administrar, la Iglesia en el sentido tradicional es una quimera, incluso un escándalo; no es sujeto de ninguna potestad; su pretendida potestad es, en este supuesto, mera presunción. Tendría que convertirse en un espacio de «libertad» en sentido psicológico y político. Tendría que ser el ámbito de nuestros sueños de vida liberada; no puede remitir a nada ultramundano, sino que ha de acreditarse siempre en una experiencia propia como instancia redentora dentro de este mundo. Todo lo irredento de mi propia existencia, todo el descontento conmigo mismo y con los demás, recae sobre ella.

    3. Pérdida de la imagen de Dios: la imagen deísta del mundo y sus consecuencias
      Todo esto —la reducción del mundo a lo empíricamente demostrable y la reducción de nuestra existencia a lo vivenciable— descansa en un tercer hecho decisivo: la pérdida de la imagen de Dios, que desde la época de la Ilustración avanza sin cesar. El deísmo se ha impuesto prácticamente en la conciencia general. No es posible ya concebir a un Dios que se preocupa de los individuos y actúa en el mundo. Dios pudo haber originado el estallido inicial del universo, si es que lo hubo, pero no le queda nada más que hacer en un mundo ilustrado. Parece casi ridículo imaginar que nuestras acciones buenas o malas le interesen; tan pequeños somos ante la grandeza del universo. Parece mitológico atribuirle unas acciones en el mundo. Puede haber fenómenos sin aclarar, pero se buscan otras causas. La superstición parece más fundamentada que la fe; los dioses —es decir, los poderes inexplicados en el curso de nuestra vida, y con los que hay que acabar— son más creíbles que Dios. Pero si Dios nada tiene que ver con nosotros, prescribe también la idea de pecado. Que un acto humano pueda ofender a Dios es ya para muchos una idea inimaginable. No queda margen para la redención en el sentido clásico de la fe cristiana, porque apenas se le ocurre a nadie buscar la causa de los males del mundo y de la propia existencia en el pecado. Por eso tampoco puede haber un Hijo de Dios que venga al mundo a redimirnos del pecado y que muera en la cruz por esta causa.

      a) Cambio radical en la idea de culto y de liturgia
      Así se explica el cambio radical producido en la idea de culto y de liturgia, y que tras larga gestación se está imponiendo: su primer sujeto no es Dios ni Cristo, sino el «nosotros» de los celebrantes. Y tampoco puede tener como sentido primario la adoración, para la que no hay razón alguna en un esquema deísta. Ni cabe pensar en la expiación, en el sacrificio, en el perdón de los pecados. Lo que importa es que los celebrantes de la comunidad se corroboren entre sí y salgan del aislamiento en que sume al individuo la existencia moderna. Se trata de expresar las vivencias de la liberación, la alegría, la reconciliación, denunciar lo negativo y animar a la acción. Por eso, la comunidad tiene que hacer su propia liturgia y no recibirla de tradiciones ininteligibles; ella se representa y se celebra a sí misma. Pero no hay que olvidar un movimiento inverso que se va perfilando en la generación joven. La banalidad y el racionalismo pueril de una liturgia autofabricada con su teatralidad artificial van siendo desenmascarados en su inopia; su vaciedad es evidente. El poder del misterio ha desaparecido, y las formas de acreditación con las que se quiere compensar esta pérdida no pueden satisfacer a la larga ni siquiera a los funcionarios, cuánto menos a los que han de sentirse interpelados por tales acciones. Aumenta así la búsqueda de una verdadera redención en el presente. Esa búsqueda lleva a direcciones opuestas. Los grandes festivales de rock son desahogos de la existencia, antiliturgias salvajes donde la persona sale fuera de sí y puede olvidar la opacidad y rutina de lo cotidiano. La droga se sitúa también en esta dirección. Por otra parte, lo mágico y lo esotérico atraen cada vez más como lugar donde el misterio embarga al ser humano. Cabe afirmar que allí donde la liturgia es iluminada por el misterio, vuelven a nacer nuevos lugares de fe.

      b) Transformación de la teología moral: dualismo entre naturaleza e historia
      Antes de pasar a las conclusiones de cara a la catequesis conviene meditar otra consecuencia importante de la imagen deísta del mundo que hoy se está difundiendo entre los cristianos de modo más o menos consciente. Esa idea de Dios y de la relación del hombre con él influye especialmente en la teología moral. Esta ya no puede ser una verdadera teología, sino que se convertirá en ética, porque Dios no interviene en el mundo ni en el camino del hombre. Lo que la fe llama preceptos divinos, aparece como un código cultural de comportamientos históricos del hombre. Cabe señalar dependencias, nexos con otras culturas, desarrollos y contradicciones. Todo esto parece mostrar suficientemente que se trata de meras reglas de juego de la existencia que fueron formuladas en las distintas sociedades. Esas reglas dependen de la valoración que se haga de la conducta humana y de los fines de una cultura; cuanto mejor logren estructurar una sociedad, asegurar su supervivencia y garantizar su altura cultural, la valoración será más positiva.
      Si nos abandonamos a tales ideas y consideramos al ser humano como el único sujeto que actúa en la sociedad, otras carencias de la imagen moderna del mundo influirán también más o menos profundamente. A la luz de la fe en la creación, el mundo aparecía como plasmación del pensamiento de Dios. Lleva un mensaje divino en sí y encierra unas normas válidas para nuestra conducta. Pero si Dios se limita a dar el impulso inicial y luego se repliega, las cosas no son ya expresión del pensamiento y el querer divinos, sino meros productos de la evolución, regidos por las leyes de la supervivencia y de la lucha por la propia conservación. La evolución puede enseñarnos unas reglas de juego para la autoafirmación de una especie; pero esto es algo muy diferente de la norma moral en la línea de la antigua noción de «ley moral natural». La evolución, el nuevo demiurgo, no conoce la categoría de lo moral. Es evidente que tales ideas no son compartidas por la teología, pero tampoco ésta reflexiona suficientemente en el alcance de las mismas. En especial, ha quedado como secuela de todo esto una inseguridad sobre la acción de Dios en la historia y sobre la relación entre Dios y el mundo que ha de repercutir por fuerza negativamente, en la teología moral. El esquema de un Dios que se retira de su mundo queda patente, por ejemplo, cuando se intenta limitar a Dios al llamado plano trascendental y se afirma que él no da normas «categoriales». Dios se convierte así en un marco orientativo general sin contenidos; el sentido de la moralidad hay que determinarlo entonces a un nivel intramundano. Al desvanecerse la idea de creación, apenas cabe pensar en unas esencias permanentes dentro del universo; la naturaleza, por una parte, se limita a lo puramente empírico y, por otra, se resuelve en historia, y la historia no permite las formas permanentes en el reino moral. Esto pone de manifiesto un profundo dualismo entre naturaleza e historia, entre naturaleza y existencia humana, que sólo cabe superar con una renovación de la fe en la creación. No nos confundamos: el que considera la creación, a la luz de la fe, como un pensamiento de Dios que toma forma y por eso encuentra en la «naturaleza» una norma ética, no puede negar en modo alguno la importancia de la historicidad del ser humano. Hay que reconocer también que se abusó de la «ley moral natural», la cual no es accesible simplemente en unas normas detalladas. Tampoco se reconoció siempre lo bastante que la esencia del hombre va unida a la historicidad y aparece siempre en unas estructuras históricas. En este sentido es necesario un diálogo serio con los nuevos conocimientos; hay que repensar la compaginación de la «esencia» (naturaleza) con la historicidad. El enorme caudal de conocimientos empíricos que hemos adquirido mediante las ciencias naturales y las ciencias humanas son de gran importancia para el problema moral; esto no podrá negarlo el que rechace una ética puramente formal y considere el ser mismo como fuente de norma moral. Pero, a la inversa, el desarrollo histórico de lo humano no debe hacer olvidar lo permanente, porque entonces habría que negar finalmente al hombre mismo y disolverlo en una serie de situaciones donde desaparece lo típicamente humano, lo verdaderamente ético. La teología moral afronta así grandes tareas que sólo puede llevar a cabo adecuadamente si sigue siendo teología, es decir, si Dios, el Dios trino revelado en Cristo, es su fundamento y su centro.


II. Consecuencias para la catequesis. Primacía del contenido sobre el método
      ¿Qué se sigue de todo esto para la catequesis? Aclaro de entrada que sólo puedo hablar de contenidos, no de métodos, para los que no soy competente. Pero quizá sea útil señalar la primacía del contenido sobre el método, primacía que en los últimos decenios se ha perdido un tanto de vista: el contenido determina el método, y no a la inversa. De lo expuesto hasta ahora se sigue también que no es correcto presuponer el consenso acerca de Jesucristo, como si hubiera unanimidad al respecto y quedara por lograr únicamente que también la Iglesia «caiga simpática». Tampoco procede pasar de largo ante las grandes preguntas de la fe, dada la sordera de muchas personas de hoy para las cosas divinas, y refugiarse en la antropología, o querer justificar la existencia de la Iglesia por su utilidad social; por importante que sea la obra social, ésta se extingue si desaparece el núcleo de la Iglesia, que es el misterio. De estas consideraciones se desprenden dos puntos básicos en la catequesis de hoy:

    1. El misterio de Dios y la fe en la creación
      Todo depende, al final, de la cuestión de Dios. La fe es fe en Dios, o no es tal fe. Esa fe se puede reducir en definitiva a la simple confesión de Dios, el Dios vivo, origen de todo. Por eso, la cuestión de Dios debe ser central en catequesis. El misterio de Dios, creador y redentor, debe aparecer en toda su grandeza. Esto obliga a reducir el mito de la idea moderna del mundo a sus verdaderos límites. Nada que sea ciencia rigurosa contradice a la fe, pero sí muchas cosas que pretenden pasar por ciencia. La fe en la creación sigue siendo hoy, precisamente hoy, racional; ha de ser la ventana abierta a la grandeza de Dios. Esta creación no está tan determinada que sólo cuente en ella lo mecánico, sin dejar margen al poder del amor. Porque existe realmente el amor y porque es un poder, Dios tiene poder en el mundo. O más bien a la inversa: porque Dios es el todopoderoso, el amor es poder: el poder por el que apostamos.

    2. El Cristo de los evangelios como el verdadero Jesús
      La figura de Cristo debe presentarse en toda su altura y profundidad. No podemos conformarnos con un Jesús a la moda; por Jesucristo conocemos a Dios y por Dios conocemos a Cristo, y sólo así nos conocemos a nosotros mismos y encontramos respuesta a la pregunta por el sentido del ser humano y por la clave para la felicidad definitiva y permanente. Agustín no dudó en desarrollar toda la cuestión del cristianismo a partir de la sed de felicidad. Si perseguimos esta sed hasta el fondo, sin detenernos en la satisfacción superficial, llegamos a Dios, a Cristo. Si en la cuestión de Dios no hay que temer la confrontación con los mitos modernos, para conocer a Cristo también hay que desenmascarar muchos mitos seudoexegéticos y reconocer de nuevo al Cristo de los evangelios, al Cristo de los testigos, como el verdadero Jesús, que es realmente histórico frente a la figura artificial que nos ofrecen a menudo bajo la etiqueta del Jesús histórico. Tampoco necesitamos aquí negar nada que sea verdadera ciencia; al contrario, la exégesis moderna nos ofrece un tesoro de nuevos conocimientos siempre que sea exégesis y no ideología encubierta. Sólo en el contexto de la fe en Dios, el Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu santo, sólo en el contexto de la fe en el Hijo humanado, encuentran su lugar justo las grandes preguntas morales de nuestro tiempo, que apremian precisamente a los jóvenes. En este contexto queda patente que la redención es más que la lucha por las utopías políticas y más que la simple psicoterapia. Porque la responsabilidad que los desafíos éticos de nuestra vida nos imponen no podemos soportarla si no es sostenida por el amor misericordioso de Dios que nos sale al encuentro en la cruz.

    3. Comunidades donde viva la fe
      Para que tales principios resulten comprensibles y no suenen a frases extrañas llegadas de un mundo desconocido, es imprescindible un ámbito de experiencia de la fe al estilo del antiguo catecumenado cristiano. La familia y la comunidad parroquial preparaban antes este ámbito de experiencias. La familia apenas realiza ya este servicio, y las comunidades parroquiales tampoco suelen estar suficientemente preparadas para la nueva tarea resultante del frecuente fallo de la familia como soporte de la tradición creyente. La eficacia de la nueva evangelización depende de que se logre crear comunidades donde viva la fe, y su palabra pueda ser palabra de vida.

Joseph Ratzinger

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